COLUMNA - Copia Certificada: La realidad sin licencias

por Catalina Albert

Que una copia es tan válida, tan buena y tan valiosa como un original. Incluso -si es una buena versión pirata- mejor que un original. Esa es la idea detrás de “Copia Certificada”, la última película del director iraní Abbas Kiarostami, que ganó el Cannes, el premio Akira Kurosawa, el festival de Venecia, el premio Roberto Rosselini y el premio François Truffaut entre varios –muchos- otros. El mismo Kiarostami cuyas películas –todas, menos esta última, filmadas en Irán- llevan los últimos diez años prohibidas en su país natal. 

Ese Kiarostami es el que nos presenta la historia de James Miller (William Shimell), un escritor inglés que, mientras presenta su último libro –también sobre la validez de las copias-, conoce a Elle (Juliette Binoche), una galerista francesa. A medida que avanza la historia –y gracias a unas cuantas casualidades y ayudas- van entrando, medio en broma medio en serio, en la dinámica de un matrimonio. No están casados, nunca lo estuvieron, probablemente nunca lo van a estar; pero actúan como un matrimonio, un matrimonio que pasa por etapas; que pasa del enamoramiento al tedio y vuelven a la reconquista. 

Y es en esa dinámica de matrimonio falso, imaginario, de alguna manera matrimonio en el que aparecen rasgos de uno real. La confianza, la camaradería, las peleas, las recriminaciones. Y la copia se iguala con el original. Es tan real, tan concreto, tan significativo como uno “de verdad”, con sus papeles y firmas, misas, libretas y testigos. 

La copia, gracias al valor que se le da, se convierte en original. 

Y pasa. Pasa con los libros, las películas, los discos. Pasa cada vez que una persona compra un libro en la calle, descarga una discografía, ve una película en internet. Pasa que esa copia –no certificada, por supuesto- se convierte en el primer acercamiento que esa persona tiene con el original, y se convierte en un bien, en una experiencia tan valiosa, que no vale la pena pensar que es falsa. Porque al final lo que importa es lo que causa, no necesariamente su origen. Por eso la piratería es tan buen negocio, por ejemplo. Se hacen miles de copias de material –con un costo mínimo- que luego se venden a precios accesibles para todos, o casi todos. Y la cultura, las artes, se convierten en algo accesible. Se democratizan. Al menos un poco.

“La reproductibilidad técnica de la obra artística modifica la relación de la masa para con el arte”, explica Walter Benjamin –filósofo, escritor y crítico literario alemán, entre muchas otras cosas- en su ensayo “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”. Y es así. Gracias a que las obras de arte –casi cualquiera- puede ser copiada una y otra vez, es que ese material –copiado pero igualmente valioso- puede llegar a las masas. Salir del lugar que por mucho tiempo estuvo: con las élites. 

Y aunque Benjamin escribe desde la politización de los contenidos, desde el uso que tienen estas copias y esta democratización para el fascismo –hay que aclarar, necesariamente, que el ensayo lo escribió el ’35, en un Berlín ya con Hitler como Canciller Imperial. Tiempos difíciles-, no deja de ser aplicable el día de hoy. 

Hoy, cuando las copias son facilísimas de hacer. Hoy, cuando los libros pirateados están a dos mil pesos en la calle. Hoy cuando, mientras en el cine gastas cerca de cinco mil pesos, puedes ver una buena película gratis en tu computador. Cualquiera que tenga internet –o acceso a- puede acceder a todos –o casi todos- los contenidos que quiera, cuando quiera. La tecnología hace cada vez más fácil que prácticamente todo esté al alcance de la mano o un par de tecleos y un movimiento de mouse. 

Y en muchos casos, esa copia es el primer acercamiento con la obra. El primer acercamiento y también la única posibilidad de que ese acercamiento exista. Y lo que provoca en el espectador es lo mismo que provocaría el original. Que sea una falsificación no lo hace menos valioso, porque no tiene ningún peso el origen de lo que se ve. Porque que sea una copia no lo convierte en algo inferior, sino que al contrario, le da un valor agregado: es arte y es accesible. 

Y claro, puede que sea sólo una ilusión de democracia, porque al final los originales siguen estando al alcance de algunos pocos. Es cierto, tal vez sea una democracia de mentiras porque al final lo que se copia y vende no es todo el arte. Es solo un pedazo, una muestra gratis. Pero es algo. Un algo que abre puertas, crea preguntas, genera inquietudes. Un algo que logra que aparezca el interés por ver algo más. 

La democracia pirata es eso, es la ilusión de que podemos tenerlo todo, de que todo está ahí para nosotros, esperando a que lo busquemos, lo leamos, lo escuchemos, lo veamos. Pero ¿no es esa experiencia tan importante como haber visto, leído o escuchado esas obras en su versión original? ¿No es, al final, esa democracia tramposa la única versión a la que tenemos acceso y, por lo tanto, la única versión que significa algo para nosotros? 

Porque esa democratización a medias nos hace vivir en la dinámica de una real y, de a poco, ir creyéndonos el cuento. Pasar de ser un matrimonio falso e imaginario en un matrimonio de verdad.

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